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La curiosidad mató al gato

"La curiosidad mató al gato". Además de apenarme y lamentar la falta de cautela del anónimo y mil veces difunto minino, cada vez que este aforismo acude a mi memoria no puedo evitar acordarme de mi madre y de las muchas ocasiones en que lo usó para reprenderme, tantas cómo las que yo la ignoré. En esto como en tantas otras cosas de las que quiso prevenirme, ni supe ni quise hacerle el menor caso, no se alegrará de saber que tengo ahora la oportunidad de lamentarlo. De haber atendido en alguna ocasión sus cariñosas admoniciones quizá no me encontrase hoy en tan delicada situación. Curiosear en las intimidades ajenas es fuente de múltiples satisfacciones y agradables sorpresas, si lo se es porque llevo años fisgoneando, entregándome a tan placentera actividad siempre que tengo la oportunidad aunque con menos frecuencia de la que sin duda me gustaría, dependo para ello de ser invitado a residencia ajena y esta circunstancia se da cuando otros quieren y no cuando yo deseo. Si otras cosas me costó mucho aprenderlas, en esto fui precoz. Comencé de niño, rebuscando en el cajón de la máquina de coser de mi madre, el único fácilmente accesible para mi reducida talla de entonces, quizá si hoy sigo husmeando en otros cajones es consecuencia de todo lo que allí encontré y me resultó fascinante. Entre las cosas que todavía recuerdo estaba una púa de guitarra, nadie en casa la tocaba así que no tengo idea de como demonios llegó hasta allí semejante artefacto; viejas fotos de carnet de mi madre, padre y hermano, mías todavía no las había porque entonces no precisaba documento alguno de identidad. Sellos de correos, alfileres; grandes y pequeños botones, de estos me gustaban especialmente unos blancos con el borde afilado y que parecían hechos de nácar; un pequeño destornillador (para realizar ajustes en la máquina supongo), envases de plástico con aceite para mantener lubricados los engranajes. Lo más extraño, púa aparte, era un hueso al que mi madre llamaba "taba", no puedo olvidarlo de tantas veces que me lo repitió, al menos una por cada ocasión que me veía con él, mirándolo sin yo saber para que podía servir o que hacía allí. Insistía mi madre entonces en que se utilizaba para jugar y en alguna ocasión intentó enseñarme como, no lo recuerdo así que no debí prestar mucha atención. Todo aquello resultaba sorprendente para mis infantiles ojos, quizá por la novedad o quizá por lo extraño de encontrarlo allí. A pesar de mi extrañeza, nada encontré que no fuese inocente, si mi familia guardaba oscuros secretos no lo hacía en el cajón de la singer. Los dedos en los enchufes también fueron costumbre, pasajera esta, que os servirá para entender hasta donde llegaba mi curiosidad. Y no sólo los dedos, alguna horquilla del pelo sirvió también para aprender más sobre el funcionamiento de la electricidad, corriente la llamaba mi padre, por su continúo fluir supongo. Aprendí así que siempre se fundían entre chisporroteos a los que acompañaba un lejano chasquido que dejaba la casa a oscuras. Lo mismo que a mí me divertía a mi padre le enfadaba, no sabiendo que yo y mis experimentos con los enchufes éramos los responsables de los apagones, no entendía porque se fundían "los plomos" tan a menudo en aquella casa. Desde entonces no he podido hurtarme a curiosear. Cuando me citan para una reunión de trabajo, entrevista y en las contadas ocasiones que he acudido al notario, si me dejan solo un momento no puedo evitar echar un vistazo al bote de lapiceros que siempre hay en las salas de reunión. He tenido la oportunidad de fisgonear en multitud de estos receptáculos e indefectiblemente siempre he encontrado varios clips, de los que suelo llevarme uno como recuerdo; una mancha pegajosa y enorme de tinta, por lo general azul; un lápiz sin punta, diminuto de tanto afilarlo y mordisqueado, manchado de la tinta anterior; ocasionalmente un sacapuntas -presunto responsable de la reducción del lápiz- y siempre una goma de borrar reseca, sin el maravilloso olor y flexibilidad que caracteriza a las frescas, repleta de pinchazos y cráteres tallados por algún oficinista soberanamente aburrido. La presencia de tales adminículos siempre me hace pensar en un santuario, imagino que es aquí donde se refugian estos artefactos para descansar tras una larga y fructífera existencia. Como los elefantes que caminan largos trechos hasta alcanzar sus cementerios. Pierdo así mi tiempo, imaginando a estos humildes borradores vagando de cajón en cajón, ofreciendo sus humildes servicios a cambio de cobijo a quién los precisa y demanda, hasta que ya gastadas y redondeadas encuentran uno de estos botes en los que ocultarse y reposar mientras van perdiendo la humedad, resecándose y endureciéndose, hechos estos que deben significar su desaparición, de la misma forma que nosotros nos arrugamos y amojamamos antes de morirnos. Podría pensarse que se trata de una desviación, una obsesión. No es así, todos chafardeamos en mayor o menor grado, aprovechamos cualquier ocasión propicia y estiramos la oreja cuando otros hablan, nos enteramos así de la conversación ajena, o vamos dando casuales vistazos a los papeles que los demás dejan a la vista. Alguno he conocido que no tiene vergüenza ninguna en abrir cajones o husmear en bolsos ajenos si algo pueden sacar de la revisión. No siendo obsesión, si reconozco que podría considerarse manía, como lo es hurgarse los dientes con un palillo, hacer prospección nasal en los semáforos, carraspear antes de hablar y leer el periódico o el libro del vecino por encima del hombro. Un tanto molesta quizá, para los curioseados principalmente, aunque no enterándose de mi actividad, no veo razón para la incomodidad. Volviendo a los aforismos: "Ojos que no ven, corazón que no siente", por tanto si mis amigos ignoran que merodeo y me regodeo en sus cajones y estancias, no deberían padecer por ello, más aún cuando todo lo que descubro lo guardo para mí, no es mi intención compartir con otros lo que encuentro. Si rebusco es por propio placer y no para avergonzar, obtener ventaja o beneficio. Nadie había sabido, hasta hoy al menos, a que me dedico cuando me ausento en cualquiera de esas reuniones sociales a las que me invitan. Hoy, que lo sepan o lo ignoren dejará de importar. De hecho, sería preferible que alguno lo supiese y lo hubiese ocultado para evitarme la vergüenza del público escarnio, así al menos habría sospechas y quizá mi desaparición fuese la última. Sería irónico que mi ilícita aunque inocua actividad sirviese al menos para una buena causa, diferente por supuesto a la de satisfacer mi voraz curiosidad. En todo este tiempo, he curioseado en salones, salitas y cuartos de estar, terrazas, comedores, comederos y cocinas, pero donde más y mejores secretos he encontrado ha sido siempre en los baños. Supongo que las alcobas deben guardarlos más interesantes, oscuros e inconfesables pero casi nadie te deja campar en su suite. Nadie te ofrece su catre pero todos te dejan su trono. Cortesías y convenciones. Y hasta los baños pueden estar vedados, habitualmente debes apañarte con el aseo, ese cuchitril que nadie utiliza como tal, más bien como almacén y sólo en caso de visita para la función que fue diseñado: permitir a los ajenos al clan familiar miccionar -nunca he conocido a nadie que se permitiese el atrevimiento de pasar a mayores en estas estancias- sin hollar ni macular el verdadero templo de la higiene y hacer lo primero en relativa paz. Aunque siempre persista el temor a que se abra la puerta por sorpresa mientras te esfuerzas en mear rápido, sin chapoteos ni salpicaduras. Es por eso, por el temor, que todos echamos un vistazo por encima del hombro mientras nos aliviamos y no podemos evitar pensar si el pestillo desempeñará correctamente su función. A pesar de los miedos y mientras dejas correr el agua en el lavabo como sonora maniobra de distracción, puedes encontrar cosas interesantes en estos cuartos de cortesía. Por ejemplo, esa colonia que ya ni utilizan ni recuerdan, cómo las viejas gomas de las salas de reuniones, generalmente solitaria y colocada en el centro del estante del espejo, cubierta de una profusa capa de polvo que en función de su grosor te permite estimar, cual carbono-14, el tiempo que lleva allí olvidada y abandonada. Y, sobre todo, el botiquín, esa agrupación de píldoras y remedios que dice a través de nuestras dolencias -crónicas o temporales- más de nosotros, nuestras costumbre y fobias, de lo que nos gustaría que otros supiesen. Que si tal tiene colesterol, así se explica lo de las ensaladas y la manía al cochino, y cual hemorroides, por eso no para quieto en la silla el cabrón. Es en estos lugares donde descubres que tu amiga la guapa, esa que siempre ha despertado envidias y tu has sabido lejana e inalcanzable cual diosa etérea, consume con voracidad -o eso parece por el volumen de ellos que atesora- carminativos, antidepresivos, ansiolíticos y una pléyade de ungüentos, afeites y panaceas que para si quisieran algunas boticas. Conocimientos estos que nos aproximan al ser humano que todos llevamos dentro y despiertan el cariño y la ternura como sólo pueden hacerlo las flaquezas y debilidades. En contadas ocasiones la fortuna sonríe y te brinda la oportunidad de acceder al cielo, sucede cuando para ti se abren los baños en suite, antesala del placer más delicioso, custodios de secretos inconfesables y recónditos que para si quisieran los archivos del vaticano. Esos baños en los que da respeto evacuar aguas menores y por mucho que se revuelvan tus intestinos jamás utilizarías para mayores; sería peor que profanar el santo sepulcro y la meca en el mismo día, aunque después rascases con la escobilla hasta obtener deslumbrantes reflejos como nunca lo has hecho en tu propia casa. La mera idea de liberar un viento en templos sagrados, a mi particularmente me produce remordimientos y me altera el pulso. Si por desventura se produce el incidente -en ocasiones parece existir una conexión irremediable entre ambos alivios-, busco el pulsador del omnipresente ambientador y lo presiono reiteradamente hasta obtener una densa y tóxica neblina que confío en que no me mate y sirva para encubrir en su empalagoso y perfumado abrazo la pestilencia que dejaste escapar. Para evitar lo anterior, en estos casos me limito a liberar la cantidad mínima de fluido necesaria para no reventar mientras centro mi atención en mantener clausurados el resto de los esfínteres. Me lavo rápido, frotando a conciencia las manos sin enjabonar, hollar la impoluta pastilla de jabón -siempre hay pastilla de jabón en estos lugares-, me parecería más sacrílego que chapotear en la pila bautismal de la basílica de San Pedro y me las seco con el forro del bolsillo del pantalón para no humedecer esas límpidas toallas y desbaratar los primorosos dobleces, hacerlo me resulta más herético que atosigar a una Vestal. Una vez terminado el alivio, toca el placer de la revisión. Esa bola de pelo que se refugia  tímida en el desagüe de la ducha, esa capa de restos fósiles que se oculta bajo la impoluta pastilla de jabón, ese cajón atestado de botecillos de champú y peines pacientemente sustraídos en cada visita de hotel, la histórica lata de gasas que contiene un solitario rollo de esparadrapo y esos que tienen cada frasco, bote y envase en perfecta formación, ordenados por alturas y alineados con escuadra, cartabón y sextante siguiendo la estrella polar, guardan también al fondo del segundo cajón, medio oculto detrás del guante de crin y entre una cuchilla de afeitar de la época victoriana y unas tijeras roñosas un consolador rosa, sales de miccionar con el ánimo reconfortado y una confianza renovada en la justicia poética. El problema empieza cuando en una de estas incursiones descubres en casa de Bartolo, tu mejor amigo o así lo creías hasta entonces, en ese baño que tantas veces has visitado y revisado que te resulta tan familiar como el que usas cada día, algunas cosas que antes nos estaban y resultan sorprendentes. Una caja de guantes de vinilo -¿será alérgico al latex?- no empolvados, nada preocupante si tu amigo se tiñese el pelo, dificil creerlo cuando es tan calvo como tu, o fuese un tiquis-miquis hipocondríaco de la higiene. No siendo lo uno ni lo otro y sabiendo lo que ahora se lo mejor hubiese sido dejarlo ahí. Pero no, una cosa llama la otra y por algo tienes tus vicios y manías, así los guantes de vinilo te llevan inexorablemente a continuar husmeando y encontrar el rollo de cinta americana y la bobina de cuerda de nailon, extraño lugar para guardarlos, cuando habitualmente están en la caja de herramientas y en más casos de los que podéis pensar, en el cajón del mueble del recibidor, junto a una linterna con las pilas exhaustas, un par de destornilladores mellados y roñosos, una vela de la época de la restauración y una caja de fósforos para encenderla en caso de apagón, como ya pasaba con las gomas en los botes de los notarios, estos cajones deben ser los santuarios y refugios donde se resguardan estos restos de otras épocas. Y para terminar, un paquete de herramientas filosas, cortantes, posiblemente extirpantes y quizá mutilantes, que no encaja en ninguna de las tareas conocidas de un ejecutivo de cuentas, por difícil que este sea en muchas ocasiones. Si además las herramientas presentas manchas, manchas de un tono ocre que te recuerda algo que por mucho que te esfuerces no pasa por óxido. Es ese momento momento en el que se abre la puerta del baño que pensabas haber cerrado, aunque cualquiera sabe que basta un alfiler y la voluntad de abrir para franquear estos obstáculos, y te encuentras con las manos en la masa y una extraña mirada en los ojos de quién hasta ese preciso momento había sido tu mejor amigo, para tornarse por arte de birlibirloque y merced a estas cosillas en un perfecto desconocido y un probable peligro. Contaros las vanas excusas, lo balbuceos y las trémulas sonrisas no cambiará ni mejorará la situación, tampoco sirvieron las menciones a nuestra vieja amistad. Me repugna la violencia, sobre todo la que puede ejercerse sobre mi y recordando lo que acababa de encontrar me temía que el ahora desconocido Bartolo era muy capaz de ejercerla y con contundencia. Acepté por tanto su cordial invitación a conocer el sótano, en cualquier otro momento me hubiese encantado, no lo conocía y estaba repleto de cajas, baules y sorpresas, hubiese pasado un buen momento revisando por allí. Si algo de bueno hay en esta situación es que soy el primero en saber quién es el desmembrador de Legazpi, dudoso honor que no me gusta ostentar, pero no pudiendo renunciar a él, trato de disfrutarlo. A pesar de lo delicado de la situación, no puedo evitar una punzada de orgullo cuando pienso lo lejos que ha llegado el tímido Bartolo, seguro que con otro nombre y diferente carácter no hubiese acabado obteniendo a base de desmembraciones el placer que todos obtenemos con mayor o menor dificultad, pero siempre por medios menos sangrientos. Creo escuchar que baja. Espero que en recuerdo de nuestra vieja amistad abrevié el trámite y no haya regodeos ni prolegómenos, hay cosas que mejoran con la brevedad. 

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