Presencias
Lo de Mariana fue un puro accidente. Un pie torcido al bajar la escalera. Un tropiezo desafortunado que acabó con su cuello, quebrado, en las baldosas del gran salón que ni tan solo estrenó como anfitriona. Bueno, eso es lo que dijo Ramiro. Es cierto que estaba desconsolado, que lloró tanto que ni todas las sábanas del ajuar —que era infinito, porque a Mariana jamás le faltó un real—, fueron suficientes para secar sus lágrimas. Y que las comadres afirmaron que sus gritos y lamentos se les metieron en la cabeza hasta varias noches después del velatorio de Mariana. No importaba que las comadres fueran sordas, porque es innegable que el dolor de Ramiro era enorme, y comparable a su tamaño, gigante como el de un oso pardo. Pero fue un accidente, no más. Es cierto que las malas lenguas —algunas, las más venenosas—, murmuraron que la suerte de Ramiro fue singular. Que Mariana le doblaba la edad y él, que había sido más pobre que las ratas de la sacristía, andó en amores con una joven de la ciudad, hasta poco antes de la boda. Pero ante esa pena monstruosa, terrible, que Ramiro mostraba, todos quedaron convencidos de que nada de lo que ocurrió fue buscado, sino fruto del más puro azar. La misma mala fortuna que hizo que el enterrador agarrase aquella gripe que lo mantuvo en cama más de un mes o que el pueblo entero permaneciera incomunicado por los increíbles agüaceros que lo azotaron durante semanas, tras dos años de sequía. Por eso Ramiro no tuvo más remedio que mantener a Mariana en el lugar más fresco del salón, debajo del cuadro que les habían regalado para celebrar su compromiso, junto a la ventana. Los días pasaron y quizás él se hizo a su silenciosa y funesta compañía, quien lo sabe. Mariana quedó allí como una estatua, como un regalo de bodas que uno no osa tirar y al que al final se acostumbra. La gente dice que eso fue, justamente, lo que provocó que Ramiro no se casara de nuevo, porque entonces no le hubieran faltado oportunidades, ni posibles. Pero tal vez se habituó demasiado a aquella Mariana difunta, cuya silueta acechaba a los vecinos desde la ventana. Su presencia intimidatoria se encalleció, se hizo eterna en la casa. Cada vez eran menos los que se acercaban allí por las noches y, poco a poco, incluso durante el día. Mientras tanto, Ramiro empalidecía, se hacía más y más pequeño a medida que pasaban los años. No hablaba con nadie y su aspecto enfermizo asustaba hasta a los demonios. Falleció, finalmente, y aseguran que su cuerpo descansa en el cementerio. Sin embargo nadie fue capaz de sacar a Mariana del salón, por mucho que lo intentaron el párroco, el médico e incluso el alcalde. Decidieron, entonces, cerrar la casa, a cal y canto, y dejaron dentro a Mariana, cuya silueta continúa rígida e intimadatoria junto a la ventana. Algunos chiquillos del pueblo, los más valientes, juegan a acercarse hasta allí pasada la medianoche. Y dicen que, a la luz de la luna, han distinguido también una silueta de oso a su lado, que se le acerca, y la agarra del cuello, y aprieta, aprieta...