Bienvenida a casa (un principio)
Lo que me gustaba cuando vivía con papá, mamá y Jaime: La nevera llena un día antes de Navidad. Los jarrones de tía Gladys. La colcha de mi cama. Lo que no me gustaba: Mi hermano Jaime. Las inexistentes conversaciones con mamá. Sus lentejas con chorizo. El color verde oliva de mi habitación. La invisibilidad. Y tantas otras cosas... El paso de los años pone sacarina a los recuerdos. Es una dulzura artificial, empalagosa, que disfraza lo malos que fueron los tiempos. Tras una década fuera de casa, yo había olvidado por qué me había marchado. Bueno, casi lo había olvidado. Y allí estaba de nuevo. Inmóvil, ante la puerta del que una vez había sido mi hogar. Antes de llamar al timbre observé que, a mi derecha, la ventana de la cocina estaba abierta. Aparté las cortinas y metí la cabeza. Al instante volví a notar en la punta de la lengua el sabor de aquellas magdalenas que mamá compraba de oferta en el supermercado y en las que yo casi me dejaba los dientes. Y así recordé de repente sus palabras el día de mi último desayuno en casa: “Pues si están duras, las mojas en leche, y las masticas más fuerte, Susi, hija, que aquí no se tira nada, ¡recórcholis!, que todo está muy caro…”. Hogar, dulce hogar. Con el tiempo, hasta esas magdalenas me parecían recién salidas del horno. Y creo que, en ese instante, por fin, empecé a comprender a Marcel Proust. Parpadeé para evitar que me cayera una lágrima. Aún no era el momento apropiado. Todavía no. Mi familia jamás había comprendido por qué yo ni reía ni lloraba. Lo cierto es que mis sonrisas eran más bien muecas de payaso triste y acostumbraba a ahorrar las lágrimas como si en vez de agua con sal las mías derramaran polvo de diamantes. “He tenido un geranio, no una niña” decía mi madre a las vecinas. Y al escucharla, yo esperaba que cualquier día me abonase los pies con Plantavit o regara mis manos para ver si les salían flores. Jaime, mi hermano pequeño, supongo que con la intención de llevarme la contraria, era expresivo como un actor de cine mudo. Y encima, a su amplia colección de gestos le añadía los decibelios sin control de sus llantos y sus risas. Mientras yo, quizá por compensación, era la “niña-geranio”. Esto me otorgaba cierto estatus de invisibilidad no buscada, y en casa nunca sabían si yo estaba en mi cuarto, en el colegio o en la calle. La mayoría de las veces permanecía en la cama, bajo mi colcha de flores preferida, un regalo de la tía Gladys para mi Primera Comunión. Y así pasaba las horas solidarizándome con la triste existencia del hombre invisible, pensando que, en mi caso, a lo mejor la cigüeña se había equivocado de dirección al lanzar el saco. Pero ahora, después de tantos años fuera de casa, solo deseaba que me hubieran echado de menos. Y regresaba a mi hogar cual Ulises victorioso, tras atragantarme con la filmografía entera de Meryl Streep y Sally Field, y la totalidad de los culebrones mexicanos, venezolanos y colombianos. Lo había hecho. ¡Había aprendido a llorar! Me había convertido, o eso creía yo, en la hija llorona y exagerada que a mamá le hubiera gustado. Y estaba dispuesta a demostrar a todos que podía derramar incontenibles torrentes de lágrimas que empaparían mi vestido hasta las medias y los zapatos, que aterrizarían en la alfombra de imitación persa del comedor, navegarían por sus rombos y arabescos hasta las zapatillas de mamá y causarían un cortocircuito en el televisor “siempre-encendido” de papá. Algo así imaginaba yo. Más o menos (...).
Este es el inicio del relato “Bienvenida a casa”, finalista del premio XIV Ana María Matute y publicado en la antología de editorial Torremozas “La teoría de Polch” (https://bit.ly/2l1JVuy).