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Píldoras

No acostumbro a escribir para los concursos. Mi musa es caprichosa y solo se inspira cuando y donde le da la gana. Pero en ocasiones veo... retos que me apetecen. O alguno que la despierta y me lleva, fácilmente, hasta el punto final de una nueva historia. Aquí van algunas de esas píldoras, “para concursos”. Tres pequeñas historias que, si no fuera por las redes, serían leídas solo por... mi gato.

El ojo del pirata

“Por todos los monos de tres cabezas... ¿dónde estará el ojo del Capitán?”, gritan los piratas, recorriendo el navío de babor a estribor. Tallado en cristal de rubí por artesanos de Isla Tortuga, dotado de poderes divinos por brujos haitianos, los que se atrevieron a mirarlo, de cerca, aseguran que era incluso hermoso. Y todos piensan que, muerto el Capitán, es básico conservarlo para no romper la racha afortunada de los últimos tiempos. Desesperados, no advierten un destello inusual en el ventanuco del camarote del Capitán. El mejor lugar para admirar el perfil de la ninfa de cedro que, a partir de ahora, guiará, erguida en el mascarón de proa, la suerte del navío. Semidesnuda, algunos creen que así apacigua tormentas y seduce monstruos marinos. Pero desconocen que también embrujó, a primera vista, a la brillante esfera que sirvió al Capitán, durante tantos años. Y que hoy, por fin libre, la mira, para siempre, desde los ojos del alma.

El grito

La niña del segundo, al día siguiente, lo describió a sus amigas como algo “igual de horroroso que encontrarse, de repente, en el callejón más oscuro, con una banda formada por el sacamantecas, el conde Drácula y Freddy Krueger”. La viejecita que vivía en el tercero, aunque decían que estaba medio sorda, insistió a su hija en que le había recordado “el chirriar de las uñas sobre una pizarra”. Y el adolescente poeta, el solitario del entresuelo, escribió que se le había metido en el cerebro “como el latido fantasma del corazón delator”. A medianoche, el grito nocturno había subido por la escalera, introduciéndose por las cerraduras, escurriéndose bajo las puertas. Trepó por las cortinas, se coló en los armarios y se escondió bajo las almohadas. Sonó terrible, angustiado. Y, sin embargo, nadie salió. “Sería una broma, o algún animal herido, ¿verdad?”. “Cualquiera abre la puerta ¡a esas horas!”. “Pues mira... mejor no saber qué era”, murmuraban, por la mañana. Los pocos vecinos que buscaron, no encontraron nada e intentaron seguir con su rutina, olvidándolo. Pero fue imposible. Porque, a partir de entonces, noche tras noche, a la misma hora, todos escucharon, siempre, el mismo grito mudo y terrible. Acusador.

El viaje más largo

Cruzó a lomos de caimanes el viejo Misisipí y gozó de puestas de sol reflejadas en el corazón del Iguazú. Voló cual gacela por las llanuras del Serengueti y tocó dioses, con la punta de sus dedos, en la cima del Monte Fuji. Miles de historias llenaban su maleta al regreso y cientos de postales amarillas cubrían la nevera vacía. Pero ella no estaba, allí. Y él nunca se atrevió a traspasar el umbral y alcanzar los geranios rojos de la acogedora y coqueta casa que seguía esperándolo, al otro lado de la calle.

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