El regreso
La tierra que cayó sobre su boca sabía a óxido. Drácula escupió con repugnancia y se estiró al igual que un recién nacido tras un largo sueño. La muerte no era más que un intermedio, una parada de tren en el trayecto hacia la inmortalidad.
Van Helsing y sus secuaces habían intentado acabar con él por todos los medios imaginables, pero sólo habían conseguido dormirle durante doscientos años. Ahora que había despertado, la noche volvía a tener maestro y ya no sería huérfana nunca más.
Había algo extraño en aquel lugar, un elemento imprevisto. Abrió los ojos con dificultades y pudo comprobar que se encontraba amontonado entre decenas de cadáveres. No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. El señor de los vampiros dormitaba entre la prole en una vulgar fosa común. Había sido tratado como un pordiosero y esa ofensa tendría que haber sido castigada con una muerte lenta y dolorosa. Él, conocido por sus enemigos como Vlad el Empalador, había desayunado rodeado de prisioneros empalados mientras suplicaban inútilmente por sus vidas. Los había torturado por mucho menos que aquella ofensa. En un pasado no tan lejano para las fronteras de la eternidad, había sido un aristócrata, el héroe de la cristiandad en la lucha contra los infieles y el amo y señor de las tinieblas.
Salió al exterior, rompió la madera de la caja donde se encontraba y, aún lleno de ira, se sacudió la arena que aún cubría su cuerpo. Observó, con una mezcla de rabia y melancolía, que se encontraba lejos de la fortaleza Poenari, aunque podía ver a lo lejos la majestuosidad de sus murallas. Poenari había sido su hogar durante muchos años, y allí, entre las gruesas paredes de roca, inició su larga travesía hacia las tinieblas.
Tampoco se encontraba en el monasterio de Snagov, donde había sido enterrado. Pese a la luz del Sol, pudo comprobar que se había despertado en la fosa común de un cementerio municipal situado a las afueras de la pintoresca villa de Curtea de Arges.
Dirigió sus pasos hacia el centro de la ciudad con la intención de buscar alojamiento. Los rayos de luz apretaban con fuerza, pero él siguió caminando con determinación. Vlad podía caminar y comportarse como un humano cualquiera de día, pero era con la entrada de la noche que sus poderes mostraban toda su fuerza.
No caminó ni tres pasos cuando un individuo disfrazado de él mismo, con un gusto pésimo a la hora de elegir atuendo, le dio un pequeño papel con información de una visita guiada al castillo Poenari. El extraño llevaba unos colmillos mal colocados que se caían cuando abría la boca. Le dieron ganas de destriparlo y beberse su sangre como habría hecho en el pasado, pero aún se encontraba débil y podía estropearlo todo si se precipitaba.
Suspiró, reprimiendo su sed de sangre, y preguntó como si fuera un turista más para conseguir información. El extraño le dijo que la fortaleza era propiedad de la Banca Harker, el principal banco de Rumanía. Además, poseía la mitad de las viviendas de la ciudad y cobraba elevados alquileres por ellas, junto a multitud de productos financieros y servicios turísticos. También le comentó que todos los esqueletos enterrados en la fortaleza habían sido trasladados al cementerio municipal. Necesitaban espacio para construir el hotel de lujo y las fosas del castillo podían ser aprovechadas para alojar a más huéspedes, que pagarían cuantiosas cantidades por dormir allí y sentir la imaginaria marca del vampiro en su cuello.
Drácula siguió caminado y vio una de las sucursales del banco. Se acercó para conocer al responsable de la afrenta, abrió la puerta con lentitud y notó como su piel no muerta se erizaba al ver de nuevo a Abraham Van Helsing en una de las ventanillas. Reconoció al instante aquellos irreductibles ojos azules, la misma barba mal cuidada y la delgadez casi extrema de su némesis. Van Helsing, sin embargo, no pareció haberle reconocido. Sonrió con falsa amabilidad y sugirió que se acercara a la ventanilla. Incluso se permitió el lujo de bromear al decir que no mordía si hablaba con él.
Drácula disimuló la inquietud que le produjo volver a cruzarse con el caza vampiros, pero a medida que la conversación fue transcurriendo, sus nervios se relajaron. El individuo, según contó, era uno de los descendientes del mítico profesor y nada tenía que ver con él, excepto el apellido. Trabajaba en el Banco desde hacía casi veinte años y le explicó el funcionamiento de diversos productos financieros donde podía sacar un gran beneficio. Vlad supo leer entre líneas y averiguó que los “productos” no estaban exentos de elevadas comisiones hábilmente camufladas. Todas eran abusivas, dejando al cliente expuesto a la miseria si se descuidaba un poco. Cada una de esas mal llamadas operaciones bursátiles era un juego peligroso. Si algún incauto entraba, ya no podría salir, transformándose en una víctima más de una espiral sin salida. Observó como Van Helsing se relamía con avidez al hablar de acciones preferentes, hipotecas inversas o inversiones en paraísos fiscales a plazo fijo durante años.
Drácula se despidió del administrativo y salió del banco con una extraña sonrisa triunfal. No hacía falta nada más para saber que sus enemigos, con el paso del tiempo, se habían vuelto como él.
En el Siglo XXI, contra todo pronóstico, el vampirismo se había apoderado de la humanidad. Solo había cambiado de nombre. Ahora le llamaban capitalismo.