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La luz al final del túnel

Rasga la guitarra de forma distraída, arrancándole suaves notas que se pierden en el aire. Ya hace un rato que vaga por los rincones de la memoria. La chimenea, en la que se consume el último leño de la noche, y un vaso con dos dedos de whisky y el agua del hielo derretido han perdido la esperanza de captar la atención del ausente guitarrista.

Recuerda. Se ha acostumbrado a hacerlo, ahora que vive alejado de la urgencia de la inmediatez. No echa de menos la vida rodeado de focos, los de los escenarios y los de la atención de medios y público, pero hay tanto que recordar que, pese a haber puesto tierra de por medio, su mente se recrea en ello.

Fue una estrella, no hace tanto, y aún le cuesta reprimir esa parte de su ser que le reprocha haber renunciado a la fama. Incluso su inseparable guitarra, la mejor amiga que tendrá nunca, la que siempre estará ahí sin esperar más que un poco de atención, incluso ella parece echar de menos la excitación de los conciertos, derroches de adrenalina ante miles de fans entregados. Las notas que emite en la soledad de la cabaña surgen lacónicas, directas a ningún sitio.

Recuerda el cariño, las alabanzas, las palmadas en la espalda, el éxito, el dinero, las fiestas tras los conciertos. Con sólo chasquear los dedos conseguía cualquier cosa, por improbable y extravagante que fuera, y, por supuesto, todas las chicas que quisiera. Hacían lo que fuera por pasar la noche con él, con la estrella, con el personaje que llenaba portadas y rompía taquillas. Sexo, drogas y alcohol. El tópico hecho persona.

Fue divertido. Realmente creía ser un espíritu libre, como lo habían sido tantos antes que él. Libres… y esclavos a la vez. Jimi Hendrix, Janis Joplin, Kurt Cobain, Jim Morrison… La vida era una aventura, de la que creía tener el control. El mundo giraba a su alrededor. Y en aquel escenario de excesos permanentes incluso una muerte temprana llegaba a resultar atrayente. Ser recordado entre los grandes... ¿Por qué no?

Risas, muchas risas al principio, acompañando los primeros éxitos comerciales, la sucesión de números uno, los anticipos millonarios, las giras multitudinarias. Los amigos se multiplicaban a un ritmo exponencial. El sol siempre brillaba.

Y cuando estaba en lo más alto, un buen día, sin saber por qué, hizo su aparición el aburrimiento. Aquella orgía de éxito perenne empezaba a dejar de ser divertida. Pensó que por qué no hacer otra cosa, por qué no experimentar con sonidos diferentes, y entonces empezaron las discusiones: con sus compañeros de la banda, con el manager, con la discográfica. Nadie quería cambiar, nadie quería poner en riesgo la gallina de los huevos de oro. Tenían que seguir haciendo la misma música, la que volvía locos a los fans, la que provocaba que reventaran estadios; y le decían que se dejara de experimentos, que ya se le pasaría la vena creativa.

Así que se mantuvo en la rueda, dejándose devorar por un éxito que con cada nuevo álbum y cada nueva gira disfrutaba menos. ¿Qué otra cosa podía hacer que buscar la alegría perdida, aquella felicidad postiza, en las drogas y el alcohol? Cada vez más drogas y más alcohol, y menos rock.

Los recuerdos de aquella época son muy confusos, ocultos tras una niebla espesa. Excesos, peleas, un matrimonio roto, clínicas de desintoxicación… Aunque siguiera grabando discos, él ya había desconectado de la banda, pero la banda y, sobre todo, la discográfica no querían que la dejara, porque era el mejor y porque, a pesar de todo, seguía siendo el favorito del público.

Hasta que llegó el día en que petó. Decían que se había metido de todo y que, como John Bonham, se quedó dormido sobre su propio vómito. De eso no se acuerda. Lo que le muestra su mente es el túnel, el famoso túnel oscuro con la luz blanca al fondo. Y él se recuerda caminando aliviado hacia ella, feliz de alcanzarla y de dejar atrás esa vida que ya aborrecía.

Pero en lugar de en la otra vida o lo que fuera que hubiera al otro lado del maldito túnel, despertó en el hospital, con la única compañía de su guitarra, que lo velaba en un sillón junto a la cama.

Nunca supo quién la dejó allí, pero probablemente eso fue lo que lo salvó.

Su guitarra, no necesitaba nada más.

Un par de semanas después, abandonó el hospital… y la banda, a pesar de las amenazas del manager. Vendió todo lo que tenía y se largó a la montaña.

Enseguida encontraron un nuevo guitarrista. Una buena campaña publicitaria y el siguiente álbum lo volvió a petar. Pronto, nadie lo echaba de menos. Se acabaron el cariño, las alabanzas, las palmadas en la espalda, el éxito, el dinero, las fiestas tras los conciertos.

Pero sigue teniéndola a ella, a su mejor amiga, a la que sigue arrancando notas, con la que ha empezado a planear su nuevo proyecto, en solitario, lejos de la rueda insaciable y sin intención alguna de descubrir qué hay al final del túnel.

Vuelve a acariciar las cuerdas, la última vez esa noche; coge el vaso y apura el whisky, despacio, mientras contempla cómo el fuego se consume en la chimenea.

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