La Hermana Aurora
« —Uno, dos… ¡Empuja!»
El grito desgarrador de tu madre chocó contra las paredes blancas de aquella habitación. No lo podré borrar nunca de mi memoria. Era un gemido de dolor. El alarido de una mujer que cree estar partiéndose en dos. Presioné con mi antebrazo su vientre, ayudándote a salir.
«― ¡No puedo más, no puedo más!»
«— Sí que puedes, aguanta un poco. Dos empujones más y ya está fuera.»
Tu cabecita ensangrentada asomó tras la contracción que entumeció el abdomen de tu madre. Ella gemía como un mamífero y apretaba las mandíbulas. La cruz de madera vigilaba tu nacimiento. El cuerpo de cristo dibujado sobre el almanaque colgaba también de la fría pared. Febrero de 1976 rezaba la hoja que estaba por arrancar. La noche fue larga y fría. La tímida mañana de invierno apenas iluminaba las esquinas de la habitación.
«―Uno, dos… ¡Empuja!»
Tu joven madre estaba tan asustada como sola. Alumbrar a su pequeña niña lejos de casa, sin un padre reconocido y a espaldas de su familia, no era fácil en aquellos tiempos. Incluso tuvo que abandonar semanas antes su trabajo. No halló la forma de ocultar su barriga ante los ojos mal pensados e intolerantes. Su cara está grabada en mi retina, pero no puedo recordar su nombre. Entonces, no nos importaba.
«—Faltan los hombros y ya casi está, tranquila. Un último esfuerzo.»
Mis manos ya estaban manchadas de sangre y a tu madre le resbalaban ríos de sudor y dolor por su rostro congestionado. Estiré suavemente de tu cuello, ayudada por la fuerza de una contracción. Tu cuerpecito carmesí salió finalmente, envuelto en aquel olor peculiar. Tu rostro arrugado y manchado concedió el primer llanto al sentir el frío de la habitación. Tu madre expiró un último lamento. Sentí su alivio en el ritmo de su respiración. Alargó sus brazos temblorosos hacia ti. El instinto de una madre queriendo acercar a su cría al pecho, la hizo incorporarse a pesar del dolor. Todavía no había expulsado la placenta. Corté el cordón y te separé de ella para siempre, mientras tú agitabas tus manitas violeta ante el vacío de tu nueva existencia, tan asustada y perdida como tu madre.
«¡Dejádmela ver, por Dios!» gritó al sentir que te alejabas.
Todavía puedo oír el llanto de la joven sin nombre suplicándome. La escucho en las esquinas y tras las puertas de la enfermería. La percibo entre las cunas y las sábanas dobladas por estrenar. El negro azabache de sus ojos es el color de mis sombras y de mi anochecer infinito. La escucho a todas horas.
Te envolví en el engaño y en toallas blancas, mientras la Hermana Ángeles te esperaba en la sala de neonatos. Yo te saqué de aquella habitación. Puedo recordar todos mis pasos. A cada instante se repiten en mi noche eterna. Me imagino dando media vuelta y entregándote al regazo de tu verdad. Dejando que tu madre te limpiase los restos de sangre con sus manos y te acariciase mientras tú temblabas entre sus brazos. Ella sonreiría y tú reconocerías su olor y los latidos que te acompañaron nueve meses.
A ella le robé el futuro, pero a ti te robé el pasado.
Lo sigo recordando con nitidez: tres kilos y cuatrocientos gramos de pura vida.
Pero no eran sólo aquellas sucias pesetas, no. Jugábamos a ser Dios. En el nombre del señor obrábamos. Para él trabajábamos. Considerábamos que tu joven madre y tú no erais una familia. Que la nueva historia que se alumbraba ante nosotros, merecía crecer en el seno de una familia de verdad: católicos de bien deseosos de ser padres.
Jueces de lo divino en la tierra, con una biblia en la mano y un fajo de billetes en la otra.
Caridad cristiana, lo llamaba el Doctor Miralles.
Fingir tu fallecimiento ante aquella joven temerosa no fue difícil. No era la primera vez que lo hacíamos. Nadie se preocupaba por el hijo bastardo de una muchacha de pueblo. Una pecadora ignorante, una cualquiera consumando antes del matrimonio. Mientras la gran cruz de madera a mis espaldas, contemplaba a la madre: dolorida, perdida, engañada.
Juraría que el viejo crucifijo supura sangre cada anochecer. Gotitas encarnadas manchando su inmaculada presencia.
Ahora sólo puedo vagar por los pasillos de este hospital, intentar mirarte a los ojos huérfanos y pedirte clemencia. Un perdón sordo que no llega a tus oídos. Nunca lo hará. Un lamento que me acompaña hasta los últimos días de la eternidad. Cortar el cordón umbilical cada noche y separarte de ella una y otra vez, me aleja de la luz blanca y cierra las puertas del cielo en el que creí.
Intento arrancar la hoja del calendario, pero cada mañana amanece un siete de Febrero de 1976.
Este es el castigo que el Dios en el que creo me ha dado. ¿O quizás me lo estoy dando yo?
Quisiera ayudarte, quisiera contarte la verdad, pero no es fácil. Estoy encerrada en un tiempo que no discurre. Una existencia en forma elipse. Sin principio. Sin fin. Te persigo, te vigilo y te veo nacer una y otra vez. Vagando en las tinieblas de mi pasado. Suspendida como una niebla insoportable en la planta de maternidad. Morando en las sombras de mi pretérita vida convertida en muerte. Ahogada en el crepúsculo de mi culpa.
Necesito que me perdones. Necesito perdonarme.
Difícil concesión, si ya estoy muerta.