El marco de cobre del Guggenheim
Hace ya unos días que pisé por primera vez el Museo Guggenheim de Bilbao y todavía ando dándole vueltas a lo que pude ver allí, en una de sus salas.
Entré sabiendo que escribiría algo sobre sus exposiciones o, concretando un poco más, sobre alguna de sus obras. Buscaba algo distinto, sorprendente. Algo que me llegara bien adentro y tocara mi botoncito de la inspiración (se encuentre este donde se encuentre). La primera obra que anoté, fue el retrato de un niño, pintado por David Hockney en una exposición temporal de la planta baja. Luego lo descarté y anoté en las notas de mi móvil la obra de Robert Moderwell, de nombre "Iberia", un lienzo totalmente negro, pintado a brochazos con una sola esquina blanca. Ya tenía medio texto en mi cabeza cuando sucedió lo inesperado, lo que para nada hubiera imaginado. Y mira que de esto último ando sobrado, ya debéis saberlo. Entré en la sala 209, perteneciente a la muestra "El arte y el espacio", y lo hice sin expectativas. De primeras me topé con un viejo Volkswagen Beetle descuartizado colgando del techo, hasta aquí todo correcto. Lo que sigo sin concebir, aquello por lo que a estas horas de la noche me encuentro escribiendo este texto, colgaba de una pared lejana, al final de la sala. Custodiado por una vigilante, perfectamente uniformada, (walkie talkie incluído), se hallaba él, colgado de la pared, pasando prácticamente desapercibido. Se trataba de un marco de cobre, y ya. Poco más puedo explicaros, era un vulgar marco de cobre, sin más. Lo formaban cuatro chapas de unos tres centímetros de grosor, soldadas entre sí por las cuatro esquinas con un estaño sin pulir. Sí que lo estaban las mismas esquinas exteriores, pero apenas con un par de pasadas de disco radial, un trabajo poco fino. Era un marco normal, un marco corriente, un marco de obra, tal cual. En su interior, la propia pared blanca de la sala. Un cartel en su parte baja rezaba: "Pérdida de rumbo en espacio libre", Nina Canell. Pensé en la tal Nina mientras lo creaba, y quise saber más. No podía ser todo tan sencillo. Me acerqué, tan cerca como pude. Noté la mirada de la vigilante, con sus manos en el cinturón, expectante a mis actos por si tenía que advertirme o avalanzarse sobre mi persona. El marco colgaba de cuatro tornillos, eran tornillos de estrella, nada significativo. Me alejé, entorné los ojos para tener otra visión distinta del marco. Seguía práctivamente igual, algo más oscuro y borroso eso sí. Di varios pasos atrás, hasta casi chocar con otra de las obras. «¡Cuidado!», exclamó la vigilante con cara de saber que aquello pasaría. Pedí disculpas levantando las palmas de las manos. Me imaginé aquella señora a primera hora de la mañana cuando hacen el reparto de zonas y al director del Museo diciendo:
―Encarna, a usted le toca vigilar la obra de "Pérdida de rumbo en espacio libre" en la 209.
―¿Esa mierda de marco de cobre?
―Sí, esa mierda de marco de cobre.
Pero qué queréis que os diga, yo soy muy cabezota y quería encontrar un porqué a todo aquello. Me situé de espaldas al marco, cogí algo de impulso, choqué mis manos con el suelo e hice el pino. Estuve bocabajo y con mi cuerpo ergido hacia el techo unos mal contados ocho segundos, no pude aguantar más. Pero fue tiempo suficiente para descubrir que observando el marco al revés tenía una composición totalmente opuesta. Las esquinas de arriba pasaban a ser las de abajo y vicecersa. Aquello activó, más si cabía, el estado de alarma de la vigilante (de nombre Encarna, posiblemente). Y yo, que otra cosa no sabré pero sé perfectamente cuando estoy de más en algún sitio, me dispuse a salir de la sala.
―Bonito marco ―le dije.
―Márchese.
―Quizá escriba sobre él algún día.
Y así lo hice.