El Astronauta
Desde pequeño había querido ser astronauta. Viajar al espacio exterior, sentir la ingravidez y flotar en el aire. Tenía la habitación llena de maquetas de transbordadores espaciales como las Apolo americanas o las Soyuz soviéticas. Posters de Gagarin, Amstrong, e incluso uno de la famosa perrita Laika. Tanto le gustaba que dormía abrazado a un peluche gigante del satélite Sputnik. Siempre, antes de irse a dormir, le decía que de mayor sería astronauta.
Aquel era el gran sueño de Sebastián, su hijo. Quizá ya un tanto desfasado, desde la caída del bloque comunista y el fin de la carrera espacial. Pero era tanta la ilusión y el brillo en sus ojos cuando se lo decía, que poco importaba. A su padre le llenaba de alegría y felicidad, ver a su hijo con aquella ilusión.
Pero el sueño quedó truncado una fría mañana de invierno en la carretera. El coche dio varias vueltas de campana. El camión clavó los frenos ante la calzada mojada y atravesó la continua impactando en el coche en el que padre e hijo iban dentro. Aún muchas noches no puede dormir recordando aquel día. Lleno de sangre dentro del coche volcado, buscando a su hijo por si estaba vivo o muerto.
Él se recuperó casi por completo, pero Sebastián no tuvo tanta suerte. Aquel accidente le dejó hemipléjico. Condenado a vagar por este mundo en una silla metálica con ruedas. A pesar que no fue el causante del accidente, seguía culpándose una y otra vez, cual martillo golpea el yunque, de no haber podido salvar a su hijo de aquella desgracia.
Con el tiempo, los posters del espacio dejaron de adornar el cuarto de su hijo. El Sputnik de peluche acabó en la basura. Las estrellas se alejaron años luz del pequeño Sebastián. Casi hasta el infinito.
Pero aquellas estrellas, por mucho que se alejaran podían alcanzarse.
Una vez, El padre de Sebastián le dijo que fuera a ver la televisión que retransmitían un documental sobre la formación de los astronautas, pero él ya no quería saber nada, prefería jugar a los videojuegos. Nadie podía culparlo.
Su padre decidió ver el documental, quizá como penitencia por su injusta autoculpabilidad por el sueño roto de su hijo. Pero, aquel día, fue el día de la redención, la catarsis. Se acabarían los lamentos y remordimientos por algo que no hizo y que no pudo prever. Aquel sería un nuevo comienzo. Aquel documental era el equivalente a la luz que vio Pablo de Tarso que lo descabalgó y le convirtió en creyente.
Aquel nuevo comienzo no fue fácil. Primero tuvo que aprender él mismo. Durante un par de semanas realizó el curso. Primero clases teóricas y después las prácticas. Él nunca había sido muy amante de aquello, Pero tuvo que superar sus miedos si quería compartir aquello con su hijo. Es más, él en cierta forma se lo debía a su hijo, quien encima de ser un niño estaba impedido.
Con esfuerzo, sudor y más de un ataque de ansiedad, consiguió el preciado título. Encima lo hizo en pleno invierno. Ahora podría acompañar a su hijo.
Cuando llegó el verano, El padre de Sebastián le puso de nuevo aquel documental de astronautas a su hijo. Él al principio no quiso verlo, pero al final cedió. En él se veía a los astronautas americanos como realizaban las prácticas en una piscina gigante en la que dentro había un trasbordador espacial. Resultaba que bucear era lo más parecido a flotar en el espacio exterior y que era la mejor forma para entrenar a los astronautas en la Tierra. Justo después, le enseñó su carné de buceador y le preguntó si el quería bucear. Sebastián no dijo nada, simplemente señaló con la mano la silla de ruedas.
Un mes después, la silla de ruedas se encontraba solitaria bajo la fina arena de la playa. Bajo las aguas transparentes del Mediterráneo. A diez metros de profundidad, Sebastián flotaba entre dos aguas como un astronauta en el espacio.
Las estrellas se acercaron varios años luz a Sebastián.