top of page

La Luz

Nunca me ha gustado la oscuridad. Recuerdo cuando era pequeña y me imaginaba toda clase de monstruos escondidos en el interior de las patas de la cama, allí, estirados y dándose forma curvilínea, como si fueran plastilina, aplastándose unos a otros... O entre las páginas de los libros antiguos que mi madre se empeñaba en regalarme, libros con olor a moho y con las páginas pegadas entre sí debido al polvo y a la humedad. Aquellos libros, no sé por qué razón, me daban miedo. Me preguntaba qué manos los habrían tocado, o qué ojos los habrían leído... ¿Y si eran los de un asesino? ¿Tocaría con mis manos aquellas páginas que, en algún momento del pasado, alguien con instintos macabros había manoseado? Solo con imaginarlo me daban ganas de vomitar: el miedo se instalaba en mi estómago y enviaba ráfagas continuas a través de mi esternón, ráfagas que explotaban en mi cabeza, salpicándome los ojos y las orejas desde dentro, y provocando que oyera o viera cualquier cosa desagradable. ¿Por qué no me deshacía de ellos? Había una razón, una importante: me los había regalado ella, y eso para mí era sagrado. Ella quería demostrarme que las historias son duraderas, que no tienen fin siempre y cuando uno las mantenga vivas. Ella quería que las viviera. Ella quería que viviera. Ella quería vivir.

También me acuerdo de aquella sensación de soledad cuando la casa dormitaba, sin ruidos en el salón o sin la penumbra que me regalaban las luces lectoras de la habitación de mis padres y, entonces, en esos momentos de absoluta oscuridad, era cuando creía tener a alguien colgado de mi espalda, ya estuviera hecha un cuatro en la cama, como boca arriba, como haciendo el pino puente: alguien me observaba, me clavaba los ojos en la espalda y sentía que, en cualquier momento, me clavaría un puñal, o un hacha, o me dispararía con un bazuca. A veces creía que había más de uno y que se posicionaban alrededor de mi cama. Me miraban y comentaban que ya faltaba menos para verme y, alguno, con la cara desencajada, susurraba con voz ronca que podía acelerar el proceso y cortarme el cuello, que ya estaba harto de tanta visita. Me parecía olerlos, rancios, como mis libros viejos, y presentía el vaho de sus vagas respiraciones, y hasta sentía como me tocaban las piernas o me estiraban del pelo. Fue entonces cuando llegó aquella maravillosa bombilla a mi vida. Una bombilla de 40 vatios que mi padre, cediendo a mis deseos y con el ánimo de que mis gritos no lo despertaran en medio de la noche, me colocó en una esquina de mi habitación. Aquello me arropaba. Con aquella luz podía enfrentarme a cualquier cosa, fuera lo que fuera. Me acompañó durante mil trescientas treinta y dos noches, y a partir del día novecientos, cada día también. Al encenderla, tuve la dosis justa de valentía para enfrentarme a todos esos monstruos, monstruos que no dejaban de ser otra cosa que intensos miedos. Miedo a la vida. Miedo a no vivirla. Miedo a la muerte. Quizás por eso, ahora, me emociona que me haya colocado una exactamente igual. Lloraría, lo abrazaría, lo besaría, le diría lo importante que ha sido para mí... Le gritaría que no importa, que sé que siempre hizo todo lo que pudo para hacerme la vida más llevadera, como hizo con mamá seis años antes. Le diría que fue mi héroe, el que dio luz a mi oscuridad para que no tuviera miedo, el que entendió que mi cabeza veía, oía, olía y sentía diferente porque algo crecía sin control en su interior... Y me dio la paz. Me regaló una luz. Mi luz. Y ahí está, unida a una batería de litio de alta duración, atornillada a una esquina de mi caja. Ahora, que han cerrado la tapa, se ha encendido, y el interior blanco de raso luce impoluto, suave, esponjoso... Me recuerda a una nube. Lástima que cuando se acabe la pila voy a tener que soportar in saecula saeculorum esa oscuridad que tanto odio. O no...

Entradas destacadas
Vuelve pronto
Una vez que se publiquen entradas, las verás aquí.
Entradas recientes
Archivo
bottom of page