Paraíso
Admito que nací cansada. En el colegio, mientras el resto de niños jugaban al escondite, a la comba o a las canicas, yo permanecía en una esquinita, comiendo mi bocadillo de foie-gras y estirando mis piernas cortas, ensimismada en los brillantes zapatos de charol que mamá me obligaba a llevar cada día y a limpiar con betún y cera de abeja. Durante la adolescencia, los suspiros me acompañaron allí donde iba, las ojeras fueron mi maquillaje preferido y el sillón mi mejor compañero. Lo cierto es que ahora, aquí, por fin, soy feliz. No tengo nada que hacer y mamá me deja tranquila. Este lugar es silencioso y fresquito. Incluso me llega un cierto aroma a bosque que me adormece y los gusanos me hacen cosquillas. Lástima que no puedo levantar mucho la cabeza. El techo es más bien bajito, y está muy oscuro. Pero con un poco de maña me giro un poco y hasta puedo distinguir mis botines, ahora polvorientos. Los eligió mamá, entre lágrimas, para la ocasión. Y claro, yo... ya no pude negarme.